La Hungría democrática nos llama; la Europa institucional hace oídos sordos y da largas, llena de hipocresía. Sin embargo, aunque los Gobiernos europeos quieran perder el tiempo en burocracias y procedimientos paralizadores e irresponsables, es necesario que los ciudadanos europeos hagan de "la cuestión de Hungría" un problema suyo, una batalla suya. Una batalla que ya es inaplazable.
El Gobierno de Viktor Orban ha impuesto una nueva Constitución que pisotea los derechos democráticos mínimos que Europa considera vinculantes e irrenunciables para cualquier país que desee adherirse a la Comunidad. Se ha modificado la ley electoral a medida para facilitar al partido de Orban futuras victorias, se ha amordazado a la prensa y la televisión, los magistrados están sometidos a la voluntad del Ejecutivo, el Banco Central ha perdido cualquier margen de autonomía, y el nacionalismo y el racismo se han convertido en el aglutinante popular de este auténtico fascismo posmoderno.
Si la Hungría de Orban solicitase hoy la entrada en Europa, se encontraría con el rechazo, porque no cumple los mínimos requisitos democráticos. Pero el artículo 7 del Tratado de Lisboa especifica que un país miembro de la Unión Europea debe perder su derecho de voto cuando viola esos requisitos. Por tanto, es necesario que el Parlamento de Estrasburgo, la Comisión de Bruselas y los Gobiernos europeos de forma individual se movilicen de inmediato para aplicar dicho artículo con una intransigencia absoluta. Cualquier tendencia a esperar, de dejarlo en manos de la diplomacia, de actuar "gradualmente", serviría solo para animar al Gobierno de Orban a seguir por la vía que de forma tan arrogante ha emprendido y que amenaza con el contagio antidemocrático de toda la comunidad política continental.
Plegarse a la prepotencia de los poderes antidemocráticos, con la excusa del "mal menor", es una tentación eterna de las clases dirigentes y privilegiadas. Un ejemplo de trágicos protagonistas aquejados de este síndrome de vileza (que se convierte en ley del silencio) estuvo en Múnich, en 1938, en los tibios demócratas Chamberlain y Daladier, que cedieron ante unos antidemócratas coherentes, Hitler y Mussolini. Si la Europa de Merkel, Cameron y Sarkozy cede hoy ante Orban, si se limita a mirar hacia otro lado o a aprobar unas sanciones de fachada, estaría repitiendo, a escala reducida, la infamia del 38. Y, por favor, que no citen a Marx, que, a propósito de Napoleón III, dijo que la historia se repetía siempre, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. A veces ocurre así, pero, a veces, la nueva tragedia, aunque en formato pequeño, es para quien la vive tan devastadora como la anterior. Con el agravante de que la Alemania de Hitler era una potencia militar y económica que equivalía, por sí sola, al resto de Europa, mientras que el Gobierno de Orban se ve obligado a pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional con la gorra en la mano y, si se le encerrase en un cordón sanitario europeo eficaz, tendría que acabar yéndose (igual que hizo el amigo Berlusconi). Es decir, la vileza de Merkel, Cameron y Sarkozy sería una vileza al cuadrado. Sería complicidad.
No es causalidad que Orban siempre haya señalado a Putin y Berlusconi como modelos, correspondiendo con ello a un ardiente apoyo por parte de ellos (Berlusconi declaró hace 10 años en Budapest: "Nuestros programas y nuestras políticas son idénticos, existe entre nosotros una sintonía extraordinaria"). Es una prueba de que la plaga del fascismo posmoderno, blando solo en apariencia, es una fuerza extendida y con un crecimiento amenazador, de la que Marine Le Pen y la derecha holandesa en la mayoría de Gobierno no son más que otras puntas de iceberg inquietantes.
Si queremos evitar el contagio, es necesario que tratemos a los apestados como apestados. Europa cometió un gran error al no intervenir contra Berlusconi durante casi 20 años y, si no interviene contra Orban, preparará su suicidio. Porque sancionar a Orban, privarle del voto en las instituciones europeas, significa apoyar a la república húngara, a los ciudadanos demócratas húngaros, que salieron a las calles cantando el Himno a la alegría de Schiller y Beethoven, ese himno adoptado por Europa como propio. Nuestro himno, si no queremos que Europa sea solo la de los mercaderes (con sus oídos sordos), los banqueros (con sus valores tóxicos construidos con bonus millonarios) y unos Gobiernos demócratas pero tibios (con su vileza y complicidad).
Paolo Flores D'Arcais
Publicado no El País, 07/01/11
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